05 diciembre 2005

La historia que no vale la pena contar

Se estaba yendo para su casa, luego de la juerga de turno, los personajes de siempre, las conversaciones adecuadas. Una vez más todo había salido como correspondía y ahora era tiempo de ir a casa, donde nunca quería llegar. Pero siempre llegaba, y se desquitaba de esa llamada desdicha con todos los que vivían allí, incluida su madre, quien le cuidaba como único primogénito; incluso con Oso, el perro, que solo movía la cola cuando él se acercaba. Entraba a su pieza con unas ganas tremendas de encontrar algo que reprocharle a cualquiera, y todas eran excusas: un ligero desorden, algún mandato no cumplido, etcétera, el estallaría en gritos y no había mucho que hacer. Al menos ya era demasiado tarde.

Según la madre, tantos años de salir-a-tomar-con-los-cabros le había hecho mal para su actitud. Recuerda que antes de él salir de cuarto medio, era lo más sano que se podía pedir; de hecho, ni siquiera había probado el alcohol. Una vez que comenzó a salir a hacer una vida en un universo algo más abierto a sus deseos, sucumbió su espíritu dadivoso y maleable: una frase dicha con la suficiente convicción, por cualquiera, era tomada como hecho, y así muchos charlatanes fueron formando las costumbres del muchacho. La ternura era tabú, la rudeza, símbolo de virilidad. Tuvo mala suerte, habrá que decir, este cabro; no todos los caminos vacilantes, aunque una gran mayoría, llegan a estos lares.

La evolución es clara, las estadías en casa significaban para él, el único lugar disponible para dormir, y la hostilidad adquirida al haber sido acostumbrado de tan vagas, pero poderosas y funcionales costumbres, era cada vez más impenetrable. La madre hizo lo posible, aunque ella piense lo contrario. Ante una persona tan poco definida, con tantas culpas acumuladas, los caminos se pueden bifurcar de muy distinta manera, y esas culpas iban directamente al padre, y a la madre, y a los hermanos, en fin. No había culpa en ser como él era, sin embargo, no había posibilidad de ser como él era, en ninguna parte con algo de sociedad. El abuelo solía darles coraje a los padres para que le dieran una paliza a su debido tiempo, un gran y vistoso golpe de sociabilidad, una manera de convertir ese poderoso orgullo que tanto lo alejaba de la familia, en un valor algo más colectivo. Había amor en su severidad, quizás demasiado escondido para que sus padres se dieran cuenta.

Mala suerte, tuvo el muchacho, pues necesitaba del amor a la fuerza de sus padres, de los cuales perdió la mitad en un incidente muy confuso para su entendimiento, de donde se perdió cualquier atisbo de cariño en él. “Lo perdimos”, pensaban al verlo, ojos siempre esquivos. Fueron compensadas las horas de angustia con horas de inconsciencia, aceptaba todos los ofrecimientos, era su puerta de escape. Su madre nunca desistiría en sus intenciones de acercase a su corazón, a hacerlo sentir en casa, pero ya no había caso. Su amor era tierno y acogedor, pero no podría hacer mella en él hasta muchos años después.

La historia que te contó a ti fue que salieron a carretear a Donde Tomás, que se habían tomado unas 15 chelas entre tres, que todos los miraban porque tenían la mesa llena de botellas, y que después de salir, el Charly se quedó dormido en el paradero y él no se acordaba como había llegado a su casa… y siempre te lo contaba entre risas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola!
Les escribo principalmente para alentarlos y felicitarlos, me gusta mucho su blog.
No se me ocurre nada que agregar o comentar, me quedé sin palabras...bueno, tal vez otro día les comente alguna reflexión.

Adiós.